Ava entró en la cocina y lo primero que hizo fue beber a morro de una botella de vino. Sabía que no sería capaz de hacerlo estando consciente. Dudaba mientras bebía, pero sabía que ya no podía remediarse. Cuando empezó el dolor de cabeza buscó un cuchillo y lo miró con cuidado. Lo sostuvo con las dos manos apuntando a su barriga, al soldado que podía nacer, al que la atormentaría hasta el fin de sus días, al pequeño Heinrich.
Levantó la mirada un momento y vio una loca reflejada en el cristal de la ventana. Tenía los ojos rojos y lagrimosos, la vista en blanco, estaba apunto de matar a su propio hijo, y tal vez a ella misma también. ¿Moriría? Tal vez se desangraría o el cuchillo conseguía acabar con su sufrimiento de una vez por todas. Sería tan fantástico que así fuera. La loca miró a Ava, Ava miró a la loca a los ojos, la culpabilidad ya no existía, y el miedo tampoco.
Mientras un torrente de ideas disparatadas pasaba por su cabeza, agarró el cuchillo con más fuerza por si se le resbalaba de las manos y caía al vacío que tenía bajo los pies. Empezó a resonar el himno de Alemania en su cabeza, un niño rubio lo escuchaba y luego se volvía a su madre y la mataba con sus propias manos. Y su padre Heinrich se reía y el niño Heinrich se reía con el cadáver de una mujer judía, una embustera, una mala madre.
Ava respiró y se dispuso a hacerlo, alejó un poco el cuchillo para que se clavase bien y fuese una muerte segura para el bebé. Ava ya estaba llorando y sudando pero no se echó atrás. Cuando estaba a punto de destrozarse a sí misma, alguien habló a sus espaldas.
—Hola cielo, ¿qué haces? —era una voz dulce, seductora, la voz de un asesino. Inevitablemente, en la mente turbada de Ava se dibujó el nombre de Heinrich. Quería deshacerse de él a toda costa, pero algo fallaba y no lo lograba. Sin querer soltó el cuchillo, que cayó al suelo como una bomba.
—¡Ava, qué haces! —su marido la agarró por detrás y la obligó a mirarlo.
Ella seguía con la vista en blanco, necesitaba morir y llevarse a su hijo con ella, lo pedía como el aire que no llegaba a respirar, estaba obsesionada con salir de allí y la única salida era lo que más había evitado durante toda su vida. Heinrich la meneaba pero no sabía cómo hacerla reaccionar. Ava no conseguía respirar y se desplomó. Él empezó a pedir ayuda, ella lo escuchaba e incluso sintió cómo le daban agua pero sabía que no podía hacer nada para despertar, ni quería saberlo.