jueves, 27 de junio de 2013

Columpios vacíos - Capítulo 4

Esa noche no dije nada durante la cena, ni a la hora de dormir. De hecho no pude dormir. Me revolvía en la cama y me comía la cabeza. De vez en cuando me levantaba y miraba por la ventana, pero no llegaba a ver la casa de Vera. Luego mi iba al baño y me subía en le retrete, pero tampoco podía ver nada.
Cuando miré el reloj, eran las tres y media de la madrugada, yo seguía sin sueño.
Salí sigilosamente de la habitación

martes, 25 de junio de 2013

Caperucita Tonta

La abuela terminó el cuento de la Caperucita Roja y Alba se tapó. Cuando la abuela hizo el amago de darle un beso de buenas noches, la niña se sentó en la cama con el semblante serio.
—No lo entiendo.
La abuela, sorprendida, se acomodó en la cama y miró fijamente a su nieta.
—¿Que no lo entiendes? Lo has oído mil veces, ¿qué es lo que no entiendes? ¿La moraleja?
—No abuela, la historia no la entiendo.

Desesperación

Ava entró en la cocina y lo primero que hizo fue beber a morro de una botella de vino. Sabía que no sería capaz de hacerlo estando consciente. Dudaba mientras bebía, pero sabía que ya no podía remediarse. Cuando empezó el dolor de cabeza buscó un cuchillo y lo miró con cuidado. Lo sostuvo con las dos manos apuntando a su barriga, al soldado que podía nacer, al que la atormentaría hasta el fin de sus días, al pequeño Heinrich.
Levantó la mirada un momento y vio una loca reflejada en el cristal de la ventana. Tenía los ojos rojos y lagrimosos, la vista en blanco, estaba apunto de matar a su propio hijo, y tal vez a ella misma también. ¿Moriría? Tal vez se desangraría o el cuchillo conseguía acabar con su sufrimiento de una vez por todas. Sería tan fantástico que así fuera. La loca miró a Ava, Ava miró a la loca a los ojos, la culpabilidad ya no existía, y el miedo tampoco.
Mientras un torrente de ideas disparatadas pasaba por su cabeza, agarró el cuchillo con más fuerza por si se le resbalaba de las manos y caía al vacío que tenía bajo los pies. Empezó a resonar el himno de Alemania en su cabeza, un niño rubio lo escuchaba y luego se volvía a su madre y la mataba con sus propias manos. Y su padre Heinrich se reía y el niño Heinrich se reía con el cadáver de una mujer judía, una embustera, una mala madre.
Ava respiró y se dispuso a hacerlo, alejó un poco el cuchillo para que se clavase bien y fuese una muerte segura para el bebé. Ava ya estaba llorando y sudando pero no se echó atrás. Cuando estaba a punto de destrozarse a sí misma, alguien habló a sus espaldas.
—Hola cielo, ¿qué haces? —era una voz dulce, seductora, la voz de un asesino. Inevitablemente, en la mente turbada de Ava se dibujó el nombre de Heinrich. Quería deshacerse de él a toda costa, pero algo fallaba y no lo lograba. Sin querer soltó el cuchillo, que cayó al suelo como una bomba.
—¡Ava, qué haces! —su marido la agarró por detrás y la obligó a mirarlo.
Ella seguía con la vista en blanco, necesitaba morir y llevarse a su hijo con ella, lo pedía como el aire que no llegaba a respirar, estaba obsesionada con salir de allí y la única salida era lo que más había evitado durante toda su vida. Heinrich la meneaba pero no sabía cómo hacerla reaccionar. Ava no conseguía respirar y se desplomó. Él empezó a pedir ayuda, ella lo escuchaba e incluso sintió cómo le daban agua pero sabía que no podía hacer nada para despertar, ni quería saberlo.

lunes, 24 de junio de 2013

Libertad

Una palabra, ocho letras, diez años deseándola, toda una vida ignorándola.
Tanto tiempo queriendo cogerla que sentía que debía saborear cada momento para que no se escapase de nuevo entre mis dedos.
Y tanto tiempo sabiendo que estaba ahí, siendo consciente de que la tenía, jugándomela cada vez más.
Pero sin saber qué era, qué significaba, que podía perderla con tanta facilidad...
Cuántas noches pensando en esa palabras, cuántas mañanas imaginándome en ella.
Ahora lo sé bien, nacemos con ella pero no implica que esté siempre ahí. Puede que muramos habiéndola experimentado, o puede que no.

Columpios vacíos - Capítulo 3

Papá me había comprado unos prismáticos, así que por la tarde me fui a probarlos al balcón. Vi a Vera en el columpio, pero ella no me vio porque estaba de espaldas a mí.
—¿Qué miras?  —Helena me miraba como una profe cuando cree que están copiando en un examen.
—Eh… Nada, solo estaba probando mis prismáticos.
—¡Estás espiando a los vecinos!
—¡No! Solo miraba a Vera.
Helena se puso seria y me miró de arriba abajo.
—¿De qué la conoces si es tu primer año aquí?

Columpios vacíos - Capítulo 2

A unos metros de la casa había una rampa que llegaba a una explanada con un parque, un campo de fútbol y una cafetería. Lo curioso es que era como un enorme surco, porque toda esta zona estaba rodeada por nuestra colina otras más con casas y escalones de piedra que subían a lo más alto. Enseguida a los adultos se les ocurrió la fantástica ir a de visitar a todas las amigas de la Abuela.
—¿Nosotros no podemos quedar en el parque, porfa? —suplicó Helena.
—Vale, chicas móvil encendido por si acaso.
—¿Subimos? —les pregunté cuando se fueron los mayores. Señalé la colina más alta, que tenía escalones de piedra hasta arriba del todo.

jueves, 13 de junio de 2013

Columpios vacíos - Capítulo 1

El viaje en avión duró poco, menos de una hora. En esos cincuenta y seis minutos, Helena me estuvo hablando de la casa y del pueblo.
Me dijo que era el típico pueblo de montaña donde solo habitan ancianos con sus perros y gatos. Y que en verano todos los nietos y nietas venían a ver a sus abuelos. Y que por esos en vacaciones siempre estaban los mismos niños.
—De echo yo conocí una niña el último verano que fuimos—me citó Helena orgullosa—. Angélica también la conoce, se llama Jane. Es escocesa, pero sabe muy bien español. Mamá y papá quieren que hable con ella en inglés, pero yo no pienso hacerlo.
—Pero creo que esta vez no va a poder venir a Angélica —le dije con la esperanza de que fuera así.
—¡Pues claro que sí! ¿Quién sino iba a venir? Ya oíste que la tía Meg y el tío José venían, evidentemente, ella también.

Volver

—Tengo sed —murmuré. Sí, es cierto, tenía además mucha sed, y el hecho de estar en medio de tanta agua no potable me hacía sentir un tremendo malestar. Leiza, mi amiga y compañera, estaba acurrucada a mi lado. Ella y yo estabamos en una esquina de la balsa. Yo creo que los demás tripulantes no querían ni mirarnos.
Mi padre nos observaba de reojo con recelo. Pero no parecía querer ocultar su pesadumbre. Los demás hombres estaban en silencio. Solo se escuchaba el vaivén de la barca, las olas que nos arrastraban sin control a un lugar desconocido y un par de gaviotas que habían pasado hace un rato velozmente. No escuchar nada más me ponía nerviosa.

sábado, 8 de junio de 2013

Mediodía entre el cielo y el infierno

Lo mejor de todo era que hacía sol, parecía que el mundo entero estaba feliz, sobre todo los que mirábamos como enterraban el ataúd de David.
Mi madre me sonreía, al igual que mis tíos, mis abuelos y todos nuestros amigos, que habían acudido para deleitarse en aquel entierro.
Alberto y tío Joan cavaban y lo hacían dando golpes en el féretro bajo nuestros vítores, a lo que ellos respondían diciendo "Cada vez está más cerca del infierno". Todos nos reíamos y éramos felices, simplemente felices.