—Madre mía, necesito fumar pero ya —murmuró Matt—. ¿Tienes fuego?
—Claro amigo, toma —dijo Harry. De repente se empezó a reír—. Esta mañana mi hija me preguntó si un día podría traerla al trabajo.
Matt se rió también mientras aspiraba con placer el cigarro.
—Niñas... Pero no la culpo, a mí el pequeño también me dijo algo parecido el otro día. ¡Como si nos estuviésemos aquí sentados el día entero!
Al lado de Harry, Ed y Regan conversaban después haberse comido su bocadillo.
—Pues sí, al final vino mi cuñada. Y en medio de la cena me dice "Oye Edward, ¿cómo es que no has doblado aún una viga de esas en las que almorzáis con ese peso que tienes?" —imitó poniendo voz de señora mayor y repipi. Sacó pecho y continuó mientras Regan se reía por lo bajo—. Y yo me quedé atónito, miré a Abigail, a Rachel, a Tommy y hasta miré al perro. Y entonces voy y le digo "¿Sabe qué? Debería venir un día a almorzar con mis compañeros a la viga, quién sabe, a lo mejor cuando se sienta no aguanta y se rompe su parte". Y entonces Abigail me puso cara de asesina, te lo juro, pensaba que me iba a tirar el cuchillo. Pero la vieja pelleja no abrió la boca en toda la noche —exclamó Ed triunfante. Ambos se carcajearon.
—Pues la señora no se inventó nada, ¿cuántos pesas? —siguió Regan aún riéndose.
—¡Oye que tampoco soy un tonel! Bien que aguanta la viga once hombretones.
—Bueno, el viejo Ronald pesa tan poco que no cuenta —continuaba Regan—. Tú vales por dos, así que ahora están bien las cuentas —Regan no paraba de reír.
—Anda calla, monigote. Trae eso —Ed señaló un papel que Regan tenía sobre las piernas—. Vamos a repasar un poco, que no parezca que estamos todo el día de cachondeo.
Al lado de Regan, Ben, Steve y Paul discutían tranquilamente.
—No, no, mirad, si hubiésemos empezado por este lado no se habría torcido.
—¡Eso no tiene nada que ver! Se habría torcido igual.
—No, porque si te das cuenta este lado estaba un poco girado. Steve tiene razón.
—Pues yo creo que estaban todos iguales, se iba a torcer de todas formas, empezásemos por donde empezásemos —informó Paul.
—Bueno, no tiene sentido seguir. Ya está arreglado, punto final.
—Oye, que lo decía para que no nos pasase otra vez. Ya visteis como se puso el Jefe...
—El Jefe no ha cogido un ladrillo en su vida —aseguró Ben.
—¡Calla, calla! Verás, como nos oiga nos tirará a los tres —dijo Steve.
—Oye, ¿y tú qué haces sin camisa? —preguntó Ben a Paul.
—Pues tenía calor de tanto cargar ladrillos, no como el Jefe....
—Bueno vamos a dejar ya el tema, no vaya a oírnos alguien que nos la tenga jurada.
Junto a Paul, Brian y Jacob escuchaban atentamente al viejo Ronald, sentado entre los dos.
—Cuando era joven, todo esto que vemos nosotros ahora no existía, es más, no podía ni siquiera imaginarse que alguna que vez se fuese a llegar a construir uno como este que nosotros hacemos. ¡Porque era casi imposible! No teníamos ni los medios ni la tecnología que tenemos ahora, y además nadie pensaba que un rascacielos fuese a hacer realmente honor a su nombre. Y ya veréis, nosotros estamos ahora más o menos a doscientos metros. Imaginaos cómo serán los edificios del futuro, de millones y millones. Y seguro que usarán otros métodos para que los obreros no tengan que hacer casi nada. ¡Ay, si pudiese vivir para verlo!
—Hombre, desde luego ha vivido muchos avances en la construcción —rió Brian.
—¿Desde cuando lleva en esto? —inquirió Jacob, el más joven de la viga. El viejo Ronald carraspeó un poco y lo pensó un momento.
—Desde los doce años empecé a ayudar a mi padre, todos los hombres de mi familia han trabajado en esto, mi hijo también lo hace y mis nietos también lo harán. Es el mejor oficio que se puede tener, chico —aseguró mirando a Jacob—. Todos estos planos que tengo en mi mano se los daré a mis nietos cuando acabemos este edificio y así verán como son de verdad.
Mientras tanto al lado de Jacob estaba Arnold, solo. Tenía en una mano su cantimplora y la otra sobre su pierna. Levantó la cabeza de la ciudad para mirar al fotógrafo que estaba allí cerca con su fiel cámara, parecía haber fotografiado la escena justo en el momento en el que Arnold había decidido mirarle. Cuando el hombre vio al obrero le gritó desde su sitio:
—¡Dígame buen hombre! ¿Qué se siente al estar ahí sentado?
—Bueno, tengo Nueva York a mis pies, atrás está el Central Park y puedo incluso ver el océano desde aquí. ¿Qué sentiría usted en mi lugar? No se puede explicar con palabras.