Me
faltaban dos paradas y solo quedaba yo. El ambiente era pesado y condensado dentro
del autobús, en contraste al frío que hacía en la calle media hora atrás. Eran
las dos y veinte de la madrugada, en casa de Ángel seguiría la fiesta hasta por la mañana.
Apoyé
la cabeza en el cristal helado y cerré los ojos. Quería llorar; llorar y no
bajarme del búho. Lo último que me apetecía era ver la cara de sorpresa de mis
padres al llegar –y a esas horas– cuando se suponía que dormía en casa de Ángel,
y no quería tener que dar explicaciones.
Me
quedaría allí hasta que acabase la fiesta, cogería todos los búhos y recorrería
las calles de Madrid. Vería el sol asomando entre los edificios y el cielo rosa
y morado. Y cuando los búhos fuesen a sus árboles, yo desayunaría en algún bar
y pasearía hasta casa.
Abrí
los ojos y vi por el rabillo del ojo mi parada pasando rápido por el cristal
hasta dejarla atrás. La vi como si fuese la secuencia de un fotograma a cámara
lenta y después acelerado.
Tendría
que quedarme en el búho dando vueltas por la ciudad dormida.