domingo, 29 de diciembre de 2013

Una de esas noches

Hoy es una de esas noches en las que el sueño no llega como lo esperabas, te pasas horas y horas y horas dando vueltas en la cama, buscando una posición que nunca es lo suficientemente cómoda.
Intentas dormirte refugiándote en pensamientos agradables que acaben en dulces sueños pero que, sin querer, desembocan en pensamientos tensos, recuerdos que creías olvidados pero te atormentan durante horas. Y entonces empiezas a tener calor, un calor inexplicable, y te destapas por completo experimentando un delicioso alivio. Pero espera, porque en un rato te asaltará un frío terrible, que te obligará a buscar de nuevo el edredón que has empujado hasta los pies de la cama y con el que te taparás hasta la barbilla, experimentando de nuevo ese placer.
Tus ojos pesarán de vez en cuando, se acostumbrarán a la oscuridad, haciéndote sentir más seguro de los pensamientos malos que te han acompañado hace unas horas. Pero todo este tiempo has conseguido tener la mente casi en blanco, has vuelto a intentar pensar en cosas bonitas pero te has ido por las ramas hasta no pensar en nada, pero aún no hay sueño.
Y pensarás qué rápido han pasado estas horas moviéndote de un lado a otro de la cama, dando vueltas a tus imaginaciones, con lo lento que pasa el tiempo cuando es de día... Es como si la noche hiciese las horas más cortas y todo se volviese del revés y los minutos que parecían una hora del día se volviesen las horas que parecían minutos al caer la noche. La noche... ¿Quién estaría aún en la calle a estas horas? Con lo bien que se está en la cama, aunque siga sin sueño, se está tan tranquilo aquí...
Al fin encuentras una postura en la que no quieres moverte, al fin tus párpados vencen, al fin tus pensamientos y la lógica, perfectamente ordenados, se empiezan a mezclar sin sentido, al fin abandonas este mundo y te sumerges en la inconsciencia, como quien muere mientras está dormido.

domingo, 15 de diciembre de 2013

Línea 4

El tren vibra cuando retoma la marcha y la gente que acaba de entrar busca asiento. Un hombre entra en el vagón y explica su situación: pide dinero. Mientras avanza a través del tren repitiendo la cantidad deseada la gente gira la cabeza, mira al suelo, guarda el móvil, sujeta el bolso y se limita a seguir con el semblante serio. Algunos están acostumbrados, otros no, pero es como si no existiese ese hombre, como si no pasase por delante ni hablara. 
Unos pocos están conversando, la mayoría nos centramos en una pantalla, en el techo, el suelo, el del al lado, el de delante, intentando disimular el aburrimiento con el que todos cargamos, y la prisa por salir de aquí.
Los que estamos solos nos miramos unos a otros, estudiándonos como si fuese el primer día de clase; midiendo sus movimientos, juzgando su ropa y su pelo, imaginándonos de dónde vienen, a dónde van, quiénes son. Todos son suposiciones absurdas e inventadas, pero es divertido. Hay mucha gente.
También ponemos el oído, buscando el sentido de las conversaciones cortadas. Según el fragmento construimos lo que se dijo antes, que se dirá cuando dejemos de oírlo, de qué se habla. Y juzgamos, como en una película, quién es el bueno y quién es el malo como si realmente nos interesase saber qué va a pasar después de que abandonemos la escucha.

Cada vez que el tren se detiene levantamos la mirada como si buscásemos a alguien, aunque solo queremos ver quién entra y quién sale por puro divertimento, por pasar el rato hasta que seamos nosotros los que estemos en el punto de mira mientras abandonamos el vagón y salimos a la superficie, al mundo real, y continuamos nuestro camino olvidando todo lo que hemos visto y oído hace apenas cinco minutos.

miércoles, 11 de diciembre de 2013

Mesa al lado de la ventana

Me acerqué a una mesa junto a la ventana y dejé el capuchino y el muffin para quitarme todas las capas de ropa que llevaba. Cuando al fin me acomodé y acerqué mis labios a la taza caliente reparé en la calle al otro lado del cristal. 
Para ser las nueve de la noche aún seguía habiendo mucha gente en la calle, todos los que habían dejado las compras navideñas para el último momento.
Las luces que colgaban sobre la carretera mezcladas con las de las farolas y los establecimientos irradiaban un ambiente de lo más festivo a pesar de las caras de agobio que se veían entre tanto abrigo y tanta bolsa.
Yo tenía mi bolsa sobre las piernas, estaba deseando que llegase el día en el que la recibiría su destinatario. Porque aunque hiciese un frío que dejase la nariz colorada, aunque medio Madrid estuviese arremolinado y a presión en esta zona, aunque el exceso de bolsas y de capas hiciese que nos sintiéramos un Michelín todos esperábamos con ilusión que nuestros regalos fuesen abiertos por esa persona especial. Solo por ver su cara de felicidad todo el agobio, las prisas, el dinero, los empujones que se estaba dando la gente enfrente de mí habrían valido la pena.
Entonces moví la cabeza como si me acabase de despertar, me había quedado con la mirada perdida y no había visto que Víctor estaba dando golpes en el cristal mientras me llamaba. Le hice una señal y entró dentro. Me levanté y me estrechó entre sus brazos helados, fue entonces cuando escuché un sonido como de plástico: llevaba una bolsa en la mano.