Digamos que fue amor a primera vista, al menos por su parte. Al principio no me causó excesiva impresión, solo todos los obsequios que me daba sin razón alguna. Poco a poco empecé a sentir que algo se aceleraba y se transformaba en mi corazón.
Y entonces cuando quise darme cuenta, pasó el tiempo y pasó lo que tenía que pasar, estaba en su cama, sintiendo su aliento en mi cuello y dándome la mano haciéndome sentir la más dichosa del mundo.
Pero era raro, porque en ese tiempo en el que estábamos juntos el resto me daba igual y toda mi atención de concentraba en ese momento. Sin embargo cuando se iba a trabajar y me quedaba sola en aquella casa cerrada y pequeña me daba por algo que a él no le gustaba: me daba por pensar. Y pensaba... que eso no estaba bien, que era algo malo, que las cosas se le estaban yendo de las manos y que habría consecuencias para los dos. Y sentía que estaba atrapada en esa situación sin dar ningún paso hacia detrás o hacia delante, lo único que nos separaría sería la muerte...
Más de una vez la desesperación por verle se adueñaba de mi, recurría a cosas horribles para salir de esa vida de desdicha y desamor, pero siempre había alguien que me salvaba y no era él. Le necesitaba, me despertaba pensando en él y me acostaba con ese mismo deseo.
Soñaba que moría o que se iba con otra y hacía todo lo posible por saber de su paradero, pero nadie hablaba allí.
Me trataban como a una persona insignificante y bromeaban sobre mi relación con él, pero me daba igual porque sabía que cuando volviese terminaría toda esa angustia.
Y ahora estábamos los dos recién casados, nos habíamos puesto los anillos ayer en un búnker, y ahora tocaba sellar nuestras vidas con un acto que solía acompañar el comienzo de una nueva etapa, para nosotros era la final.
Me dio nuestro último beso y después me entregó en mano el cianuro y una pistola. Él masticó la cápsula y apretó el gatillo en dirección a su cabeza. Yo solo escuché el disparo, no quería que mi última imagen fuese mi recién muerto marido con un tiro en la frente.
Me tomé la pastilla y sostuve también el gatillo, me temblaban las manos, no me sentía capaz de ello. Dejó de llegarme el oxígeno a los pulmones y la sangre que recorría mis venas empezó a hervir bajo mi piel. Todo se volvió negro...
Eva Braun, muerta el 30 de abril de 1945 bajo el apellido de su nuevo esposo: Hitler.