29 de marzo, apenas las nueve de la mañana
y ya me habían llegado todos los periódicos en los que salía, y no eran pocos.
Me acomodé en la mesita de la piscina y
fui leyendo los titulares mientras me traían el desayuno. Llevaba un estilismo
bastante de andar por casa, exceptuando los tacones, pero realmente poco me
importaba estar a merced de una cámara después de recibir mi Óscar tras años y
años de nominaciones. Ahí estaba sobre la mesa, no me había separado de él
desde que lo toqué por primera vez, necesitaba de vez en cuando levantar la
vista y admirarlo.
No sabía bien como me
sentía. Obviamente aún me daba la sensación de tener el corazón en la
garganta mientras me entregaban al fin mi premio, estaba orgullosa de haberlo
logrado al fin. Pero, ahora que lo tenía... me sentía decepcionada.
Una ráfaga de viento tiró más de la mitad
de los periódicos al suelo y yo me recliné en la hamaca mirando la estatuilla.
Era un hombre desproporcionado y desnudo con los brazos cruzados sosteniendo
una espada sobre un rollo de película. ¿Qué tenía de bello aparte de ser de
oro? No era más que una estatua muy cara, solo una estatua... Pero llevaba toda
noche y la mañana con ella en la mano llevándola aquí y allí, enseñándosela a
todo ser viviente que se me cruzase. Había recibido tantas llamadas que la
señora de la limpieza había tenido que hacer de contestador para mantener el
orden Mi cara estaba en todas partes, mi sonrisa relucía como el oro de aquel
pequeño hombrecillo.
Esa estatuilla me había costado toda una
vida, sudor y lágrimas, mucho trabajo y sufrimiento, se había convertido en mi única
y última meta. Y me sentía más vacía que nunca.