domingo, 6 de noviembre de 2016

Corriente

Daniel observaba la gente pasando delante de él como si fuesen almas fantasmales yendo a sus respectivas tumbas, como si la estación de tren fuese la laguna Estigia.
Se imaginaba que en sus bolsas y maletas no llevaban sino sus vidas, sus vivencias y sentimientos comprimidos en los espacios que cada uno se podía permitir. Así, una señora con abrigo de piel y dos maletones en cada mano cargaba con todas las infidelidades suyas y de su marido, con los enfados con sus hijos que se habrían vuelto egoístas y codiciosos, con las fiestas en su mansión para olvidar y con todos esos días vacíos que ni todo el dinero del mundo pudieron llenar. Por otro lado, un joven solo llevaba una funda de guitarra en su mano que no contendría otra cosa que su amor por la música y el desprecio de todos los que le dijeron que nunca llegaría a nada si se dedicaba a tocar la guitarra. Los señores mayores siempre cargaban con grandes maletas en las que guardaban toda su vida, mientras que los jóvenes solo llevaban una bolsa cruzada con sus contadas experiencias y sus sueños.
Daniel tenía solo una pequeña mochila. A diferencia del resto de equipajes de las demás personas que traían dentro lo que cabía, la mochila de Daniel tenía mucho más de lo que permitía su capacidad. Había metido dentro el dolor de haberse ido y dejado a Emilia cuando era lo que menos quería en el mundo. La tristeza de saber que cabía la posibilidad de que ella en realidad no le hubiese querido tanto como él creía. También la angustia de saber que el problema era de Daniel y no de Emilia. El miedo de no haber tomado la decisión correcta aunque todos le dijesen lo contrario. La vergüenza de haberse rendido con ella y consigo mismo. En la mochila aún quedaba mucho espacio para esa sensación de vacío, de que faltaría siempre algo sin ella y su acento colombiano. También cabía el amor que aún sentía y que seguiría sintiendo durante mucho tiempo. Y por último había un libro que ella le había regalado. Era Las olas de Virginia Woolf. Daniel ya lo tenía antes de que Emilia se lo regalase, sin embargo él nunca dijo nada y lo aceptó como si fuese el primer ejemplar. En realidad le gustó más el segundo ya que la edición tenía una portada más bonita que el otro. Daniel removió el dolor y la tristeza de la mochila hasta dar con el libro y lo puso sobre sus rodillas. Sí, era una portada mucho mejor pero al abrir el libro estaba la firma de Emilia con un dibujo de una ola. Ese libro con esa portada le recordaría siempre a ella... Por suerte la historia sin la cubierta le hacía recordarse a sí mismo leyéndolo en la playa fría del pueblo norteño donde vivían sus padres. Ahí es a donde iba Daniel, a reencontrarse con las olas. 
Su tren se detendría delante de él en veinte minutos. Daniel se pondría de pie cargado con su mochila llena de recuerdos amargos y se uniría a las almas fantasmales que se subirían con él al tren y abandonarían juntos el limbo de la estación. Las puertas se cerrarían torpemente y Daniel miraría el banco en el que había estado sentado. Ahí estaría el libro. De alguna manera habría pasado de las rodillas al banco cuando volvió a meter la mano en su mar de tristeza buscando el billete del tren, y ahí se habría quedado. Daniel suspiraría aliviado ya que ahora su mochila no le pesaría tanto. Al fin el tren se pondría en movimiento y se llevaría todas esas almas a un lugar mejor, al mar, lejos de olas de papel que hicieran daño.

lunes, 12 de septiembre de 2016

Cenizas

Hala abrió los ojos y vio el cielo negro, sin embargo era de día. Giró la cabeza para mirar su casa y se encontró con el mismo humo negro que ascendía hacia el cielo. El monstruo intangible que se había comido todo lo que a Hala le gustaba en el mundo se acercaba a ella velozmente. Se quiso levantar demasiado rápido con la mala suerte de que tropezó con  una pierna de otra persona y cayó a su lado. Cuando vio que se trataba solo de la mitad inferior de un ser humano y gritó y se volvió a levantar. Corrió entre los escombros hasta llegar a una pared que había pertenecido a una cafetería hacía unas horas. Hala se apoyó en la pared y trató de entender cómo había pasado de estar leyendo un cuento en el sofá mientras mamá cosía a su lado hasta esa situación. Papá llevaba muchísimo tiempo de viaje y Hala se había acostumbrado a la vida solo con su madre. Pero no, su madre no estaba allí, en su lugar había gente desconocida corriendo y gritando de un lado a otro tropezándose con piernas al igual que ella y llenando sus zapatos de polvo y trozos de casa, dejando huellas de sangre a su paso.
De repente Hala vio entre aquel caos una mujer que no corría ni gritaba, estaba limpia con un vestido blanco con mucho vuelo. De hecho tenía tanto vuelo que ella misma parecía volar con él, ¿o estaba bailando? Hala se puso de pie para verla mejor. Era una bailarina que cruzaba los edificios derruidos de puntillas como si no quisiera tocar el lugar donde había ocurrido la tragedia. La bailarina miró a Hala desde la lejanía y con la mano la invitó a acercarse a ella. Hala sonrió y caminó deprisa hacia ella, pero ella no quiso esperar y siguió bailando, alejándose de allí. Hala aceleró, temía que la perdiera entre la humareda negra que inundaba el aire. Mientras corría persiguiendo a la bailarina vestida de blanco se dio cuenta de que no la alcanzaría a menos que siguiera su ritmo. Hala dejó de correr y bailó, bailó como si no hubiese habido explosión y cómo si no le doliese el pecho. Bailó como si mamá le estuviese llamando para comer Mensaf, su plato favorito. Bailó como si ella fuese la bailarina que buscaba y que ahora se movía más despacio. Hala estaba lejos de su casa pero no podía saber con exactitud dónde. Ahí quedaban edificios en pie aunque el suelo seguía cubierto de escombros. La bailarina se paró de repente y Hala al fin llegó a su lado dando una vuelta para terminar la coreografía. La bailarina se dio la vuelta y se miraron durante un segundo que fue interrumpido por la llegada de una ruidosa camioneta que parecía ser muy vieja. Un hombre vestido completamente se bajó de ella, incluso el turbante que le tapaba la cara lo era. Hala miró a la bailarina que parecía asustada. El hombre se quitó el turbante y dejó visible su rostro, tenia cara de enfado. Miró directamente a Hala y le dijo alto y claro: "Alá es grande". Hala asintió. El hombre lo repitió gritando: "¡Alá es grande, Alá es grande!" mientras se metía la mano en la chaqueta. Hala miró de nuevo a la bailarina, le miraba con lástima y le tendió la mano. Cuando los dedos de Hala iban a tocar los suyos, los dedos del hombre pulsaron un botón.
Hala dejó de existir, la bailarina también, el hombre vestido de negro hizo que el pueblo entero dejara de existir y se convirtiera en polvo negro. El viento levantó las cenizas de Hala, que se habían mezclado con las de la ciudad, y volaron como bailando, como si las levantara la falda blanca de la bailarina.

domingo, 11 de septiembre de 2016

Carta al mundo

"Eres buena" dice mi madre después de llorar porque me ha gritado. Lo sé mamá, pero a veces siento que nunca soy lo suficientemente buena para ti.
"Eres buena" me susurra mi padre mientras estamos abrazados. Puede ser, pero me cuesta mucho, muchísimo. Quiero ser buena para ti papá, pero es algo que a veces no está en mi mano.
"Eres buena" mi hermana pequeña me lo dice sonriente. Sé que eres la única persona del mundo que me admira y lo cree de verdad, pero cuando tengas mi edad entenderás que no es cuestión de ser buena o mala. Simplemente soy yo y tú serás tú, y probablemente tú seas realmente buena.
"Eres buena" me dicen mis amigas guiadas por sus sentimientos. Es bonito y a la vez es triste que pongáis por encima la parte de mi que vale la pena en vez de que me destroza y a todos los que estáis a mi alrededor. Sabéis que nuestra amistad es verdadera y es pura y es lo mejor que me ha pasado en mucho tiempo. Pero no chicas, no soy buena, solo me queréis aún con mis defectos.
"Eres buena" comenta el psicólogo mirando sus notas desde su cómodo sofá de vida apacible sin problemas. No es muy objetivo describiendo mis problemas pero le agradezco que al menos me haya escuchado llorar y gritar estos últimos meses, aunque soy consciente de que cuando yo sigo dándole vueltas a mis problemas al acabar la sesión usted se toma un café con su mujer y hablan de política y películas de comedia. No importa, lo entiendo.
"Eres buena" asegura mi enfermera, y creo que lo dice sinceramente aunque apenas nos conozcamos. Gracias, gracias por cuidar de mi salud estos meses. Contigo es diferente que con el psicólogo porque tú de verdad te implicas con sus pacientes, al menos lo has hecho conmigo a cambio de cuatro duros. Eres de esas personas que marcan a otros solo por cómo hablas y cómo actúas con los demás. No sabría cómo explicarlo, pero tienes ese aura que me hacía estar tranquila cuando entrabas aunque fuera para inyectarme morfina. Entonces son dos veces gracias: la primera por cuidar de mi salud como enfermera y la segunda por cuidar de mi como persona y como mujer.
"Eres buena" se supone que dice Dios, aunque nunca lo haya escuchado de su propio ser. Supongo que existes, sino no tendrías tantos seguidores, pero a mi personalmente me cuesta creer en ti con todas las tragedias que hay en el mundo. En fin, quién sabe, a lo mejor después de esto descubro al fin la verdad aunque no pueda contarla. No tengo nada que agradecerte, solo tengo reproches hacia ti. No es personal, necesito culpar a alguien que no exista en mi círculo personal para no poner a nadie triste. Sé que todo esto es culpa mía y nada más que mía y eso me demuestra que no existes, porque de alguna manera u otra lo habrías evitado.
"Eres buena" me digo a mi misma. Bueno, tanto como buena no sé, pero creo que no he sido tan mala. A quién quiero engañar, he hecho daño a mi familia y a mis amigas y no se lo merecían. El daño que ha salido de mi estaba dirigido a mi en realidad pero habéis estado demasiado cerca y se ha desviado sin querer. Si fuera astrónoma la razón sería la gravedad de cada uno. Pero no lo soy y ya nunca lo seré. Hemos pasado unos buenos años y unos últimos meses terribles, ahora me toca decirte adiós querida yo. Es raro despedirse de una misma pero así es, quiero que desaparezcas de la faz de la tierra, quiero que echen tus cenizas al mar y que todos olviden que has estado ahí. Quiero que tu ser se mezcle con la sal y así al fin aportes algo a este mundo aunque no sea significativo para nadie, ni siquiera para mi.

sábado, 10 de septiembre de 2016

Rota

Rota en ciento veintitrés trozos esparcidos por el suelo. Rota, triste y feliz a la vez. Rota sin consecuencias, sin causa pero con efecto. Rota antes de romper contra el abismo, contra el mar, contra la tierra y el cielo. Ciento veintitrés palabras desordenadas demasiado cerca para que tengan un sentido. Ciento veintitrés trozos de alguien, ciento veintitrés trozos en la nada, ciento veintitrés algos y muchos espacios en blanco. Trozos que cortan momentos, pedazos de vidas aleatorias que nunca sucedieron. Pudieron existir en esta vida pero cayeron desde muy alto, desde el espacio, y se los tragó la gravedad. Volaron muy rápido y se estrellaron muy despacio. Y aún así, aún con todo, está rota y tiene remedio. Un trozo puede encontrar al que algún día tuvo a su lado, éste al que sujetaba y éste al que se abrazaba. Ciento veintitrés un día fueron uno, una sin estar rota. Ya es tarde para recomponerse pero no para recogerse. Rota y real. Rota y jamás tan viva.

jueves, 11 de agosto de 2016

Suelo llegar tarde

Llego tarde a la universidad, a casa, cuando he quedado, cuando tengo cita con el dentista o la peluquería, cuando tengo algo que recoger o entregar, en fin, a un montón de sitios en los que debería ser puntual.
También llego tarde a las personas. Suelo conocer más tarde de lo que debería a la gente que se vuelve importante para mi porque después alguno tiene que irse lejos. Por supuesto eso no me excusa de llegar tarde también a los te quiero, los nunca más y los adiós. Además suelo llegar tarde a ver películas, leer libros o conocer cantantes y grupos en los que podría haberme refugiado antes. Y por supuesto llego tarde a sentimientos a los definitivamente debería ser puntual. Como ser más fuerte, aunque fuera creérmelo, o estar más segura de mi antes que del universo. Supongo que por lo menos debería ser puntual en darme cuenta de ciertas cosas a tiempo y seguro tardaría menos en actuar, bien. 
En fin, llego tarde a muchas cosas y eso que tengo reloj, bueno tenía. Se me quedó sin pila hace semanas, casi un mes. Y creo que desde hace tiempo, a lo mejor menos de un mes, estoy siendo más puntual al menos en unas cosas. Algunos días la universidad, otros una canción, otros la cita con el dentista, y bueno, últimamente a sonreír a tiempo. Menos mal que para eso no había hora concreta, porque probablemente también habría llegado tarde.

Las días que pasaron en quince minutos

En las comidas familiares se llegó a hablar un par de veces sobre sus visitas al baño, que duraban mucho decían, que no sabían cómo se podría tardar 15 minutos en hacer pis y lavarse los dientes, que no querían pensar raro pero les extrañaba. Pues bien, yo era la única persona del mundo qué sabía lo que hacía y el por qué de llegar a estar un cuarto de hora encerrada en el baño.
Un noche simplemente me desperté de madrugada y vi en su hueco vacío de la cama el reflejo de la luz del baño que formaba una gruesa línea amarillenta. Mientras escuchaba el tirar de la cadena palpé la zona de su ausencia y advertí que aún mantenía calor. Entonces me surgió la curiosidad al recordar las conversaciones de sus padres. Esperé a ver si venía una vez terminado su objetivo en el baño, pero no. Silencio. Me levanté con sumo cuidado y me coloqué de forma que podía verla reflejada en el espejo sin que ella me viese a mi. Se estaba atusando el pelo con el gesto fruncido. Se lo echaba detrás de las orejas y se hacía moños mal echos con la mano y se quedaba un buen rato mirándose seriamente. No buscaba otra cosa que su propia aprobación ante peinados que ella decía que le quedaban fatal. Cuando se daba la negativa sus manos moldeaban de nuevo su pelo a su manera, la que le gustaba y le hacía sentir segura. Entonces volvía a quedarse mirando su reflejo, ahora uno que respondía a sus exigencias, y entonces probaba otros peinados que se hacía muy de vez en cuando porque, según ella, solo le quedaban bien algunos días. Tal vez hoy era uno de esos porque medio sonrío con la trenza que deslizó sobre su hombro y la coleta alta que improvisó dejando siempre dos mechones sueltos para enmarcar. Pero prefería su pelo suelto de siempre, sin complicaciones, el que le hacía ella en definitiva. El que yo y todos y sus conocimos buscábamos con la mirada por la calle cuando quedábamos. Cuando se cansó encendió el grifo para lavarse la cara y yo volví rápidamente a la cama. Ella se tumbó a mi lado y yo, haciéndome el dormido, me incorporé para abrazarla y así se durmió. Yo sin embargo me quedé sin sueño durante un buen rato. Ella, que no dudaba en atreverse a la hora de vestir, nunca jamás cambiaba nada que se refiriera a su cara. Siempre el mismo color de pintalabios, la misma marca de rímel, la misma forma de hacerse la raya y por supuesto el mismo peinado, excepto en los días en los que podía cambiar.

14 de julio

Los viajes en tren en silencio son eternos. Sin embargo, y aunque suene a contradicción, esa eternidad se mueve a cámara lenta a través de la ventana. Los paisajes son todos iguales, el cielo es monótono, las carreteras paralelas aminoran la velocidad de la canción que suena en mis auriculares. El tiempo pasa y no pasa nada. Hoy es mi último día en Madrid y siento que si me agarro al asiento me quedaré para siempre aquí, viendo paisajes verdes pasar a toda velocidad, paisajes que no tienen nada en especial pero me obligan a aguantarme las lágrimas. Será porque sé que ellos no se van ni dejan nada atrás, que es lo que hago yo ahora y lo que haré mañana cuando sea el mar lo que vea desde mi ventana mientras el tiempo pasa solo para mi.

sábado, 29 de agosto de 2015

Vaho

Ahí solíamos pasar los domingos. Por la mañana nos sentábamos a tomar leche caliente mientras el eco de la noche nos congelaba. Ella me dejaba su regadera para darles el desayuno a las flores mientras se ocupaba de que no quedasen hojas en el suelo. Al mediodía, cuando el sol picaba, nos poníamos sombreros de los suyos y me contaba sus historias hasta que caía la tarde, caía el sol y volvíamos a tiritar como cada mañana al salir.

Aunque no... Porque en realidad ahí no pasamos ni un domingo. Ahí no estábamos ni ella ni yo. Ahí nunca hubo nadie.

Vida


Nacer para tener mucho cuidado de no morir antes de tiempo. Aprender, estudiar, estudiar algo más difícil para luego trabajar. Trabajar para comer, dormir, vestir bien, moverte, darte algún capricho. Un capricho para disfrutarlo unas horas y pasarte días amargado.

Pasar el día deseando que se acabe, pasar la semana deseando que llegue el viernes, pasar los meses a duras penas para llegar a las vacaciones, pasar las vacaciones pensando en volver a la aburrida rutina, pasar los años rezando para jubilarte cuanto antes. Y una vez en la habitación de la residencia de ancianos, con la maleta sin deshacer, llorar y gritar porque no quieres morir, todavía no, aún quedaba mucho por hacer. Tal vez ahí se aprecie la vida que llevabas, que pronto olvidarás y será como si nunca la hubieses vivido.

Y pasar tus últimos meses viviendo el momento por cojones, porque nunca sabrás lo que pasó ayer, nunca más sabrás quien fuiste hace unos años y quien eres ahora. Ser una persona sin pasado ni futuro. Y que el presente sea que te morirás sin darte cuenta, como tampoco te diste nunca cuenta mientras vivías de que algún día llegaría ese momento.

martes, 14 de abril de 2015

Experimento surrealista 2º

Ah


Veo las mariposas de papel volando a mi alrededor, formando remolinos de pelo que se clavan en mi piel. Suben, escalan hasta mi cintura y la rodean suavemente como si fuera algodón. Algodón de nubecitas blancas que poco a poco se tiñen de rojo, tan rápido que se seca y la costra me viste de arriba abajo. Mi perfume metálico me tira de los brazos, me zarandean, me zarandeas. ¿A dónde quieres llevarme? Ah sí, te gustaba mi cuerpo de hiedra. Te ofrecí probarlo pero yo no sabía que era venenosa. Aunque tiene sentido, tenía tantas venas a punto de explotar que no podía evitar pinchar para ver las cascadas en su Amazonas. Pero tú preferías invertir el efecto y que el río quedase en caudal y añadir colorante transparente. Y yo me iba volando como las mariposas de plástico, saltando de planeta en planeta hasta llegar a Marte. Combinaba el rojo de mis labios con nuestras marcas, y qué bien quedaba.