Las olas más pequeñas no avanzaban. Solo subían y bajaban, sin apenas moverse del sitio. Eras las típicas olas mediocres que no tenían nada especial. No eran más que una minúscula parte de la inmensidad del todo, no eran nada.
Pero de vez en cuando una fuerza mayor que la brisa levantaba el agua por encima de las demás y esa ola superior al resto podía llegar a hundir barcos, matar personas e incluso destrozar ciudades. Eran olas magníficas que imponían allá por donde pasasen, eran las que hacían del agua algo peligroso y cautivador, algo de lo que atemorizarse, de lo que tener respeto, hacían del mar un ser omnisciente capaz de hacer las mayores barbaridades.
Pero el resto seguía en el mismo punto indefinido sin ningún tipo de gracia, escondidas en ninguna parte. Quién admiraría una ola que no se levanta sin treinta centímetros, que no hace acto de presencia y ni siquiera inspira un poco de belleza al amanecer.
Esas olas no aspiraban a nada excepto a ser esa ola que no solo dejaría huella en el agua sino también en la tierra. Esas serían las que cada día acabarían con las que se encontrasen a su paso con tal que ser la ola, esas serían las que se tragarían a las personas necesarias, las que romperán y hundirán los barcos que fueran con tal de tener la envergadura de una ola para recordar. Pero todas no podían llegar a tal nivel, solo las más destructivas y fuertes podrían soportar la carga y tener la poca piedad de cumplir su cometido.
Chocaban entre sí con violencia, ola contra ola, una lucha constante entre quién ganaba a quién, quién tendría el honor y el valor de ser la ola y de dejar esa parte olvidada del agua, de tanta agua que había, de salir del anonimato, de vivir, porque destacar era la única manera de que todo el mundo viese que esa ola había estado ahí y que nunca nadie la olvidaría como a esas otras que solo son el relleno del mar, que existe únicamente para las grandes olas.