jueves, 11 de agosto de 2016

Las días que pasaron en quince minutos

En las comidas familiares se llegó a hablar un par de veces sobre sus visitas al baño, que duraban mucho decían, que no sabían cómo se podría tardar 15 minutos en hacer pis y lavarse los dientes, que no querían pensar raro pero les extrañaba. Pues bien, yo era la única persona del mundo qué sabía lo que hacía y el por qué de llegar a estar un cuarto de hora encerrada en el baño.
Un noche simplemente me desperté de madrugada y vi en su hueco vacío de la cama el reflejo de la luz del baño que formaba una gruesa línea amarillenta. Mientras escuchaba el tirar de la cadena palpé la zona de su ausencia y advertí que aún mantenía calor. Entonces me surgió la curiosidad al recordar las conversaciones de sus padres. Esperé a ver si venía una vez terminado su objetivo en el baño, pero no. Silencio. Me levanté con sumo cuidado y me coloqué de forma que podía verla reflejada en el espejo sin que ella me viese a mi. Se estaba atusando el pelo con el gesto fruncido. Se lo echaba detrás de las orejas y se hacía moños mal echos con la mano y se quedaba un buen rato mirándose seriamente. No buscaba otra cosa que su propia aprobación ante peinados que ella decía que le quedaban fatal. Cuando se daba la negativa sus manos moldeaban de nuevo su pelo a su manera, la que le gustaba y le hacía sentir segura. Entonces volvía a quedarse mirando su reflejo, ahora uno que respondía a sus exigencias, y entonces probaba otros peinados que se hacía muy de vez en cuando porque, según ella, solo le quedaban bien algunos días. Tal vez hoy era uno de esos porque medio sonrío con la trenza que deslizó sobre su hombro y la coleta alta que improvisó dejando siempre dos mechones sueltos para enmarcar. Pero prefería su pelo suelto de siempre, sin complicaciones, el que le hacía ella en definitiva. El que yo y todos y sus conocimos buscábamos con la mirada por la calle cuando quedábamos. Cuando se cansó encendió el grifo para lavarse la cara y yo volví rápidamente a la cama. Ella se tumbó a mi lado y yo, haciéndome el dormido, me incorporé para abrazarla y así se durmió. Yo sin embargo me quedé sin sueño durante un buen rato. Ella, que no dudaba en atreverse a la hora de vestir, nunca jamás cambiaba nada que se refiriera a su cara. Siempre el mismo color de pintalabios, la misma marca de rímel, la misma forma de hacerse la raya y por supuesto el mismo peinado, excepto en los días en los que podía cambiar.

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