martes, 19 de noviembre de 2013

Mi pequeño incordio

Otra vez se va de rositas y me regañan a mí, siempre soy yo la mala y tengo la culpa de todo.
Otra vez molestando, siempre cuando estoy haciendo algo importante, es como si tuviese un radar para ello.
Otra vez tengo que quedarme cuidándolo en casa cuando podría estar por ahí con mis amigos, siempre me toca joderme cuando hay planes.

Otra vez me ha defendido cuando me estaban regañando en casa, siempre da la cara por mí aunque ni sepa lo que ha pasado.
Otra vez ha venido a darme un abrazo así porque sí, siempre sabe cuando lo necesito aunque no se lo pida.
Y otra vez ha hecho que pase de estar enfadada a reírme, porque sabe cómo sacarme una sonrisa.

Porque si, es un incordio, de hecho es gran incordio, pero es mi pequeño incordio.

Domingo a las doce

Cuando abrí los ojos el primer estímulo externo que me llegó fue el ronquido de aquel hombre a mi lado, un segundo después noté su brazo sobre mi cadera desnuda. Parpadeé y con sumo cuidado trasladé su mano lejos de mí para poder sentarme sobre la cama. Recordé bien lo que me había dicho antes de pagarme y meterme en la cama: que me daría más si me quedaba hasta pasado el medio día con él, por suerte mi insistencia había conseguido ese dinero por adelantado, el siguiente paso era largarme de aquel dormitorio mediocre, de aquel piso mediocre, lejos de aquel hombre mediocre.
Sentí algo junto a mi pierna, mi sujetador. Después de ponérmelo me bajé de la cama y me puse a gatas, palpando el suelo en busca del culotte, no más lejos de donde me encontraba. Conseguí ponérmelo sin erguirme y proseguí mi búsqueda. Me encontré dos prendas una encima de la otra, los pantalones del hombre y mi minifalda de tubo. Tocaba ponerse a la pata coja durante unos segundos. Con cuidado me apoyé en lo que mi tacto interpretó como una mesita y logré enfundarme con éxito, aunque sin la certeza de que no estuviese del revés. Pero ahora no podía andar cual bebé por la habitación, solo podía ponerme de rodillas e intentar encontrar el resto de prendas. Por culpa de esto, mi pierna se empotró contra el pico de la cama y no pude evitar pegar un pequeño grito de dolor. Después de eso me quedé quieta mientras una pequeña lágrima cruzaba mi mejilla, el hombre no se inmutó. Aún con el compás de sus ronquidos me desplacé hasta llegar a lo que parecían ser las cortinas de la ventana, y justo ahí debajo estaba mi top. Busqué con las yemas de los dedos las lentejuelas que me indicaban que al menos eso estaría bien puesto.
El hombre se revolvió en la cama y no lo pensé dos veces: debía salir de ahí cuanto antes. Lo poco que recordaba de la disposición del dormitorio era que la ventana estaba en la pared paralela a la de la puerta y que la enorme cama estaba entre ambas.
Me pegué al fondo del cuarto al estilo de los espías de las películas y fui desplazándome, chocándome levemente con un sillón que tenía un cenicero y una caja de tabaco y sobre el cual se encontraba mi chaqueta, con la que me topé de pura casualidad. Me di cuenta de que no había encontrado mis medias, pero ahora no tenía tiempo para ello. Cuando estaba a punto de llegar a la puerta me agaché, recordaba haberme quitado los tacones nada más entrar en la habitación. Estaban los dos juntos donde me los había quitado. Con una mano palpé la puerta hasta dar con el pomo, en la otra sujetaba los zapatos. Cuando me disponía a girarlo para por fin salir de allí escuché pasos al otro lado.
—Alfonso, ¿estás despierto? Hemos llegado antes, mis padres están en el salón.

viernes, 8 de noviembre de 2013

Desmaquillante

Llegó a casa agotada y se quitó el abrigo para colgarlo en el perchero.
Lo primero que hizo fue quitarse los tacones. Adiós a la chica elegante.
Cuando llegó a su dormitorio de despojó del ajustado vestido y se puso el pijama. Adiós a la chica sexy.
Se quitó los pendientes, las pulseras, el collar y los anillos. Adiós a la chica con clase.
Fue al baño y mojó un algodón con desmaquillante para hacer desaparecer el rímel, la raya, el pintalabios y la base de maquillaje. Adiós a la chica guapa.
Después se quitó el peinado que tanto le había costado hacerse para soltar sus cabellos despeinados. Adiós a la chica de revista.
Volvió al dormitorio para dejarse caer sobre la cama. Hola a la chica real.

El océano

El marinero se levantó esa mañana con el sabor de la sal en la garganta y el sentido del equilibrio algo debilitado debido al constante vaivén del barco. Ese día se dio cuenta de que acaba de saber qué era la vida. Con su mente en constante proceso filosófico se acercó a su compañero.
—Pareces pensativo hoy, ¿ocurre algo, amigo? —inquirió tan serio como siempre.
—Algo pensativo estoy hoy, si...
—¿Y qué es eso que piensas?
—He pensado que la vida es... el océano, navegar por el océano.
—¡Navegar por el océano! Siempre había leído que la vida es un río y la muerte el mar.
—Piénsalo bien, la vida no es el río, eso en todo caso puede ser el tiempo. Pero el océano... Sabemos donde empieza, pero no donde termina. A veces lo suponemos o lo vemos venir, pero tú no estás nunca seguro de cuándo y cómo llegarás a tierra. ¿Verdad que no? —Su compañero negó con la cabeza, algo extrañado por lo que estaba escuchando—. Navegamos sin detenernos, no podemos tirar el ancla ahora por ejemplo, estamos moviéndonos todo el rato. Y tenemos un recorrido que cumplir, si, pero a veces el viento deja de ir a nuestro favor y a veces hay tormentas que destrozan cosas... El agua nos arrastra sin que lo queramos, solo nos adaptamos a ella para avanzar, ¡pero hay veces que te acostumbras tanto al movimiento de las olas que ni te das cuenta! ¿Y qué me dices cuando vemos objetos flotantes? Son cosas con las que no contábamos, que llegaron sin avisar y las subimos al barco. Y a veces son cuerdas o pececillos sin importancia, pero ¿y cuando encontramos algo bueno? Es como un tesoro y se queda hasta el final del viaje, a no ser que ocurra algo para que deje de perder su valor. ¡Es el océano, amigo, es la vida! Y nosotros estamos navegando en ella, sin darnos cuenta.